viernes, 29 de agosto de 2008

"Vallejo en los infiernos": Primer capítulo

1

Madre, me voy mañana a Santiago
a mojarme en tu bendición y en tu llanto


La noche entró en la cárcel de Trujillo. Se internó en sus interminables pasajes, y caminó apagando conversaciones, encendiendo velas y avivando lámparas de querosene. Descendió hasta las celdas, negreó los aires, borró el suelo y, por fin, se acercó uno por uno a los hombres que allí penaban y les cerró los ojos asustados.
Por el pasadizo entre las celdas, dos guardias conducían a un preso. El hombre, con los brazos juntos y extendidos hacia delante, no hacía ruido alguno y parecía deslizarse o flotar.
―¡Te llevan… te están llevando al infierno! ―gritó uno que no dormía.
―¡El infierno! ―repitió la voz, y sus ecos atravesaron el inacabable corredor hasta chocar contra una puerta de feroces placas metálicas. Uno de los gendarmes abrió el candado y soltó las cadenas que la aseguraban. El otro liberó a César Vallejo de los grilletes que sujetaban sus manos y lo empujó hacia las negruras del calabozo donde se ablandaba a los nuevos prisioneros. Lo llamaban el Infierno. Allí, la noche era otra noche, más noche y de mayor espesor. En contraste con el ambiente, el poeta estaba vestido con un traje de ceremonioso color negro y una camisa blanca de puño doble. Lo habían apresado en medio de una reunión, y no le habían dejado tiempo para cambiarse de ropa. Todavía conservaba una rosa blanca en el ojal.
La puerta gimió y chilló y por fin se cerró con estruendo. A ciegas, con las manos en el aire como los sonámbulos, avanzó Vallejo hacia el fondo. A su paso, tropezó con un bulto en el suelo y quiso pedir disculpas al hombre tendido allí, pero la voz se le había dormido. Dio un rodeo. Las piernas le temblaban. Aunque libre ya de los grilletes, le ardían las muñecas. Por fin, sintió la pared y, de espaldas contra ella, se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo. Se desabotonó el cuello de la camisa. Abrió y cerró las manos para sentirlas. La cal gélida del muro se le pegó a la espalda como se pega a los difuntos y los pinta de blanco fosforescente.
―¡Mierda!
Escuchar ese grito le recordó que todavía no estaba muerto.
―¡Tú, mierda. Tú!
Puso los pies en forma de escuadra para que lo sostuvieran mejor, pero no se sentía cómodo. Su cuerpo cansado comenzó a resbalar hasta quedar sentado en el suelo contra el muro. Un buen rato, hundió la cabeza entre las rodillas y descubrió que la posición fetal es la mejor para el reposo. Después, abrió los ojos a la noche y los volvió a cerrar; cuando por fin los abrió de nuevo, ya podía ver mejor. La negrura se había disipado. La cárcel era una luz espesa en la que se apiñaban espinazos, cráneos, brazos, piernas, rodillas, zapatos, manos, uñas, miedos, ojos y ronquidos.
―¡Qué! ¿No entiendes que estoy hablando contigo? Mierda, ¡quién te crees para venir aquí con esa ropa! ¡Qué! ¿No me ves? ¿No me oyes?
No distinguía al dueño de la voz. Incluso no sabía si se estaba dirigiendo a él. No lo veía, pero seguramente era visto. Tal vez, quien gritaba había pasado mucho tiempo a oscuras y veía como ven las ratas o los murciélagos.
―¿No sabes dónde estás? ¡Estás en el Infierno!
Tampoco respondió.
―¡Ya comenzaste a morir!
El hombre que gritaba parecía no estar en ninguna parte. Acaso estaba disolviéndose en la nada. Tal vez ya no poseía cabeza ni tronco ni extremidades, sino tan sólo pellejo y rabia.
―¡Voy a contar hasta diez. Cuando llegue a diez, te mato… Uno!
César no tenía fuerzas para defenderse de un ataque físico ni voz para responder al que le gritaba. No percibía a sus compañeros de celda, pero se los imaginaba. Como estudiante de Derecho, solía acudir a las audiencias en el tribunal de Trujillo y había visto a los presos conducidos para el juzgamiento. Los gendarmes tenían que arrastrarlos porque algunos no lograban sostenerse. Se hinchaban, apestaban, no entendían a los jueces. Casi no eran hombres. Vivían muriendo. Se les salían el aliento, la sangre y el alma.
―¡Dos!
Después recordó que las tinieblas no tendrían fin para él. La cárcel estaba siempre repleta de hombres que pasaban largos años sin ser juzgados, y al final caminaban como si jamás hubieran visto el mundo, con la mirada extraviada, asombrados de todavía tener ojos y cuerpo. Eso era también lo que le esperaba.
―¡Ya estás muerto, hijo de puta!... ¡Tres!
Sus enemigos habían jurado que no saldría vivo de allí. Emergería de la cárcel sin mente, sin dirección, sin equilibrio, sin control sobre su cuello y sin esa luz del espíritu que reflejan los ojos de los que viven todavía. El hombre que gritaba iba a terminar con él esa misma noche.
―¡Cuaaa… tro! ―bramó aquél otra vez y casi de inmediato ululó:
―¡Cin… coooo! ―pero la palabra se hizo pedazos, y el hombre dejó la cuenta como si se le hubieran acabado las fuerzas.
Se hizo un largo silencio, y Vallejo pensó que su propia conciencia se había perdido en medio de la negrura.
La tregua no duró mucho tiempo. Pasada una hora, comenzaron a escucharse golpes de mazo contra la pared. El agresor era dueño de un arma contundente y se comía la risa para gritar:
―¡Seis… Siete!... Te voy a dar. Te voy a dar.
El instrumento golpeó la estructura metálica de la puerta. Crujió y brilló como truenos y relámpagos oscuros y malditos.
―¿Sabes lo que es esto? Es una comba y, con ella, voy a partirte la cabeza.
Hizo girar la comba en el aire, y Vallejo pensó que el individuo había decidido matarlo de susto antes de liquidarlo. Era evidente que el hombre lo veía y podía haberle acertado desde el momento de su ingreso. Era obvio que ahora quería aterrarlo.
―¡Ocho!
El tipo comenzó a avanzar. Había enfurecido y estaba dispuesto terminar cuanto antes. Blandiendo en alto el arma contundente, llegó hasta el centro de la celda.
Allí lo vio Vallejo. La proximidad de la muerte le había abierto los ojos. Los objetos adquirieron formas. Una mesa, algunos bultos y varias sillas en desorden se dibujaron en el centro de la sombra escarlata.
En el suelo de una esquina se amontonaban varios presos dormidos o difuntos. A su lado, de pie, como un dibujo en la pared, se divisaba un hombre paralizado por el miedo. En el centro del calabozo, el bulto con el que tropezara era un hombre muy oscuro que se había sentado y observaba la escena. Tenía algo parecido a palillos de tejer en las manos, y eso le pareció extraño a César. No podía creer que la gente se dedicara a esas actividades en medio de un calabozo y a mitad de la noche.
Después, los objetos y la gente perdieron importancia. Sólo existía el matón que avanzaba hacia él. Primero, le veía una panza muy inflada; detrás se movían los brazos y temblaba el martillo. Por fin le vio la cara, y también le pareció enorme.
―¡He dicho nueve, carajo!... Prepárate para morir…
César Vallejo no intentó defenderse. Su cuerpo permaneció inmóvil. Su mano derecha llegó hasta el bolsillo alto del saco y comprobó que el pañuelo blanco estaba allí. Pensó que lo iban a encontrar muerto pero con la ropa digna. Vestidos así, sepultaban a los caballeros en su pueblo. Bajó el brazo y vio más cerca la cabeza del asesino. Arqueaba el pescuezo, tenía los ojos en blanco; los agujeros de la nariz le humeaban como fumarolas.
No miraba él hacia nadie que no fuera su futura víctima. Tropezó con un bulto en el suelo, el mismo que Vallejo encontrara antes. Era el hombre de los palillos de tejer.
―Me choqué con un gato- dijo sin dejar de mirar a Vallejo. Quiso hacerse el gracioso:
―¡Michi… Michi, michi, michi!
No dio un rodeo. No quería pasar por entre la mesa y las sillas en desorden. Se aprestó a pasar sobre el hombre sentado en el centro, pero cambió de idea. Le dio una patada.
―¡Muévete, sal de mi camino, mierda!
Lo decía sin bajar los ojos hacia él.
―Ya pues, maricón, levántate. ¿O estás muerto? ¡Levántate, muerto!
Vallejo permanecía de espaldas contra el muro y no pensaba moverse. El miedo lo paralizaba. Su única defensa era convertirse en algo inmóvil, en la pared, en nadie. Cerca de él, escuchó el suspiro de otro hombre que acaso estaba pensando lo mismo.
―¡Levántate, muerto! ―insistía el tipo del martillo y seguía pateando al bulto.
―¡Levántate, y anda!
Rugió otra vez. Quizás el muerto había resucitado y lo tenía cogido de la pierna. Lo hizo caer.
―¡Ay, mierda!
Ahora, el agresor lloraba y maldecía. Comenzó entonces una batalla feroz en el suelo. Se escucharon martillazos y más gritos. César abrió los ojos, y todo lo vio muy claro. Su vista se había acostumbrado a la oscuridad y le permitía divisar a los dos bultos trabados allá abajo en una batalla como las del amor. El muerto, o el gato o el tejedor, hundió sus dientes en el cuello del que lo agredía. Con un difícil movimiento, éste pudo librarse y se levantó, pero la yugular le sangraba a borbotones.
Ambos estaban de pie ahora. El matón de la comba ocupaba mayor espacio por las dimensiones de su barriga. Logró alcanzar en la cabeza al otro y lo derribó. Le lanzó otro golpe para partirle la frente y consiguió su objetivo. A Vallejo le pareció que el tejedor tenía dos cabezas, pero todavía no estaba muerto. Esgrimió un palillo y lo hundió bajo el ombligo de su voluminoso contrincante.
Entonces, Vallejo vio al de la comba volar como un globo. El palillo salió y volvió a hundirse en diversas regiones de aquella panza. En ese momento, se oyó un zumbido y el hombre comenzó a desinflarse y a caer con suavidad como si ya no fuera un cuerpo.
El poeta no quiso bajar los ojos. Se imaginaba que allí abajo el matón ya no era sino pellejo y una ropa asquerosa, y se dijo que los hombres no son sino eso, y también miedo y aire.
Al otro contendor se le escuchó un rugido como el que lanzan las fieras al morir y por fin se hizo un silencio seco. Poco a poco, comenzaron a dibujarse en los ojos de César las siluetas rojas de dos cuerpos que se estiraban en el suelo. Todavía estaban tibios, pero ya se les había escapado el alma.
―¡Madre! ―exclamó el hombre que estaba a su lado.
Amontonados en una esquina, los otros presos dormían sin emitir sonido alguno. No parecían existir. No se movieron durante la pelea, ni lo hicieron después. No era problema suyo.
―¡Madre! ―repitió el otro hombre.
César Vallejo prefirió no mirar a su compañero de celda. Alzó los ojos hacia el techo, y el cansancio le cerró los párpados.
César contó después que la primera noche en el Infierno vio, soñó o percibió a su madre. Creyó escuchar campanas. Tal vez estaba dormido cuando el resonar se disolvió, y sólo una frase atravesó el silencio:
―¿Qué te he dicho que debes hacer en estos casos?
Era una voz dulce, y surgía en el vacío como la luna que se sostiene sin hundirse en las inmensidades.
Le pareció escuchar una canción que su madre solía entonar.
―El mundo está dentro de uno, el presente y el ayer ―decía.
La voz milagrosa repetía esos versos y le preguntaba por qué se empeñaba en vivir el martirio de hoy si la maravilla de las remembranzas estaba tan a mano.
―¿Qué te he dicho que debes hacer en estos casos? ―repetía desde el cielo, y César se acordó de que su madre estaba cantando todo el tiempo, y de que esa era su manera de hablar.
―¿Qué te he dicho que se debe hacer en estos casos? ¿Por qué vivir la pesadumbre de hoy si existe el recuerdo?
En medio de la música, su madre proclamaba que la única propiedad de los hombres es la memoria. Con el recuerdo, los peregrinos y los que habitan en la distancia, tienden puentes hacia el pasado y también hacia el otro mundo.
―Nadie va a matarte. Nadie puede matarte porque tú no eres mortal. Si pierdes la memoria, comenzarás a serlo.
―¡La cárcel, madre. Esto es la cárcel! ―quiso decir César, pero no alcanzó siquiera a musitarlo.
En el sueño se decía que todo aquello era un sueño.
La voz venida de fuera del mundo aseguró en otra canción que las cárceles son cárceles de nombre y nada más.
―Tu alma camina más ligero, y nadie te puede aprisionar.
Había pasado el tiempo, pero la voz de la madre no se iba.
No eran únicamente canciones. También llegaba hasta él una visión. Cerró los ojos y los abrió sólo para encontrarse con unos ojos que lo habían estado mirando toda la vida.
Ojos con ojos. Ella y él se miraban. Era su madre, y al igual que hacía de niño, tenía cerrados los ojos para verla.
―¡César! ¡Cesítar!
Silencio. Ahora, todo estaba mudo como el mudo corazón de los difuntos. Las campanas cesaron de resonar. La cárcel había enmudecido. Silencio.
Se desvaneció el techo de la celda. Sólo había cielo. De allí descendió una luz que todo lo bañaba y aquella voz dulce que solamente César podía escuchar.
―Cierra los ojos, y recuerda... Vuelve a Santiago, hijo. Recuerda nuestro pueblo y nuestro tiempo. Y no te hagas mala sangre porque tú vas a sobrevivir cuando todos ya estén bien muertos. Pero, eso sí, anda, duérmete hijito, y dale cuerda a la memoria. Vuelve a Santiago. Sueña con nosotros.
César Vallejo obedeció, y el espíritu quizás se fue. Sobre las oscuridades de la cárcel de Trujillo, se escuchó la voz de un pájaro que cantaba hasta desaparecer.
Una voz asustada interrumpió su sueño.
―¡Oiga!
En el centro de la celda, los cuerpos moribundos daban sus últimos estirones. Un triste vaho amoniacal se levantaba. Grasa, sangre, pellejo, tripas, barro e inmundicia aparecían regados por el suelo. Allí, en medio, yacía una rosa blanca. En algún momento, se había desprendido del ojal de Vallejo, y estaba, por milagro, intacta. Parecía flotar.
―¡Oiga! ―insistió el preso que estaba a su costado. Sus ojos ardían como dos espantos. Preguntó:
―¡Oiga! ¿Cree usted que nosotros todavía estamos vivos?

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